Contento y lleno de rabia, feliz y apesadumbrado. Todas ellas sensaciones contradictorias, esas que tuve la oportunidad de vivir en la noche del Jueves en el estadio de Vallecas.
Porque el Rayo Vallecano jugó al fútbol cómo los ángeles durante un tramo importante del partido. Un equipo reconocible a la vista. Atractivo, dominador, superior a un Valencia afligido por el vendaval de juego rayista. Era Copa del Rey si, dieciseisavos de final, también, pero en frente había un rival que invitaba a la seducción cómo es el Valencia. Un equipo que ha sido motivo de loas y halagos en este primer tramo de temporada.
El Rayo fue el Rayo, ese equipo que enamora en la arquitectura del juego, aquel que nos hace presumir allá donde vamos de su belleza en el trato del cuero. El partido ante el Valencia fue un ejercicio elevado a la máxima potencia de ese Rayo que adoramos. No sin un alto grado de incertidumbre, me disponía a disfrutar de tres horas de radio que, estaba seguro, iban a ser un ejercicio extenuante de la antítesis de ese término llamado indiferencia. Y digo incertidumbre porque tenía la duda de que equipo iba a mostrarse. Ese capaz de tutear al Atlético, o aquel que le costaba un mundo reconocerse en Almería.
Los primeros minutos se encargaron rápidamente de despejarme la duda. Los de Jémez iban a competir. Con un once repleto de jugadores menos habituales, el Rayo Vallecano salío al campo, pues eso, cómo un rayo. A destacar la calma que transmite Jozabed cuando entraba en contacto con el esférico. Su templanza y tranquilidad se mezclaban con las endiabladas galopadas de Álex Moreno por la banda. De repente, el Rayo Vallecano ejercía de termostato y regulaba la temperatura ambiente de Vallecas.
Se notaba en las gradas, también en la cabina 19. El partido avanzaba a medida que me iba despojando de mis armaduras para combatir el frío. Ya habría tiempo de pensar en ello al término del choque. En ese momento, mi mente no distinguía entre Vallecas o las Bahamas. El gol de Álex Moreno fue el clímax del ardor en la gelidez. Un tanto que ponía la guinda a un primer acto que había sido prácticamente inmaculado.
Eran casi las once de la noche. El olor a bocadillo se iba adentrando en la cabina de Unión Rayo y mi estómago replicaba piedad, pero ya habría momento de darle un homenaje, el Rayo iba venciendo al Valencia y lo estaba haciendo a lo grande, a lo Rayo.
Lo que pasó en la segunda mitad fue medicina de esas que había ingerido el conjunto de Paco Jémez en las últimas fechas. Es decir, más resultados que fútbol. De repente, sin tiempo de asimilación, el Valencia se encontraba con dos goles que, ni había merecido, ni había buscado. Capítulos que nos deja este bendito deporte que no entiende de justicias y superioridades, pero si entiende de belleza. Esa que nos dejó el Rayo Vallecano en el juego y en la intensidad, en la lucha y en la defensa a ultranza de un escudo. Quizás resulte quimérico pensar en la machada para la vuelta. Yo, por si acaso, lo digo bajito. Tomen está última nota cómo un susurro. “Creo en la remontada”.
Antonio Morillo (@AMorillo17)