Escribo estas líneas invadido todavía por la desolación. Entiéndase por desolación “aflicción, angustia, desconsuelo”. Lo de angustia puede quedar un poco alejado de la realidad, pero lo de aflicción y desconsuelo si puede aproximarse a lo vivido por el Rayo Vallecano en el Martínez Valero. Particularmente, pienso que ha sido la peor función del cuadro franjirojo en lo que va de curso, con permiso del partido de Málaga.
Superado en todo, desbordado en fútbol, alma y ganas de vencer por un Elche que salió al césped consciente de que, de aquí al final de curso, cada balón dividido, cada falta lateral y cada gota de sudor derramada en cada carrera, acaban sumando para él objetivo final de la salvación. Jugar en la élite del fútbol nacional es sinónimo de un máster intensivo en amargura y derrota para el Rayo, sensaciones y resultados que la lógica se encarga de instaurar. Sin embargo, para la afición de este equipo, cada día en primera división acaba convirtiéndose en lo más próximo que uno pueda sentir a la felicidad deportiva. Por eso, cada derrota se acaba asimilando y cada triunfo es recibido cómo apoteósico.
Dicho esto, y pese a la modestia que da el verse año tras año compitiendo en inferioridad de condiciones, la derrota frente al Elche es de difícil justificación. Ni el mayor de los optimistas podría sacar algo positivo de la función del Rayo Vallecano, ciñéndonos exclusivamente a lo que pasó en esas dos agónicas horas de fútbol. Sin restar un ápice de mérito al Elche, hubo un equipo en frente que se encargó de hacer mejor a su rival y de empequeñecer sus propias virtudes.
Los fallos de marcaje fueron una constante durante todo el duelo. Aaron Ñíguez y Víctor Rodríguez ejercían de flechas franjiverdes ante unos laterales que eran desbordados una vez sí, otra también. Trashorras no aparecía, y el enlace con los jugadores de arriba era inexistente. El Rayo llegó en contadas ocasiones al área rival, y cuando lo hizo, caía de forma constante en la precipitación , errando una y otra vez en la toma de decisiones.
Quizás Damián Suárez no haya anotado muchos goles en su carrera deportiva, y quizás algunos puedan atribuir a la suerte que tenga que anotar frente al Rayo. Para más inri, un pepinazo tremendo desde fuera del área. Pero amigos, las casualidades no existen. Los de Paco Jémez estaban dando opciones a segundas y terceras jugadas, y cómo dice el tópico, “en alguna tendría que llegar”.
El partido seguía avanzando, y pese a la pobre imagen ofrecida, la corta renta dejaba un mínimo margen a la duda. Rodrigues, inefable jugador, hacía una magnífica jugada tras una pared con Fayçal Fajr y ponía el 2-0 ante una maraña de jugadores rayistas, retratados ante la falta de intensidad. Minutos antes, Baena había sido expulsado por doble amarilla. Los últimos compases del choque fueron un flirteo entre la ambición de unos y la impotencia de otros. El silbatazo final, un ruido angelical para corazones dañados.
Sería absurdo negar cierta preocupación. El curso avanza y las sensaciones de los últimos partidos no son buenas, pero haciendo ejercicio de memoria, sería casi utópico pensar un año atrás que este equipo pudiera donde estar donde está en este momento. El fútbol da la ventaja de una revancha cortoplacista, y el domingo frente al Villarreal, el Rayo tendrá una nueva oportunidad para redimirse de las heridas abiertas. En Vallecas, con su gente, ante un rival top. Es, en estos momentos, donde este club y está afición han demostrado el porqué de su grandeza.
Antonio Morillo (@AMorillo17)