Fue una noche inolvidable, por la hazaña y el sonrojo. Nadie sabe si habrá una Franja en La Cartuja, pero este Rayo tiene un color especial. Es insaciable, adicto a hacer historia. Y pese a repetirse cada semana aquello de ‘No Lo Volveré a Hacer Más’, que diría Ska-P, se siente incapaz de cumplirlo: no contento con estar ojeando billetes a Europa, ha decidido jugar también unas semifinales de Copa. La última vez que lo hizo la Comunidad Valenciana se llamaba País Valenciano, Naranjito calentaba en la banda y ‘Como una Ola’, de Rocío Jurado, era número 1 en las listas españolas. Temazo, si me permiten la licencia. Fue en 1982 (lo eliminó el Sporting, que perdería la final contra el Madrid). Cuatro décadas y una pandemia después, volvió a rugir el León de Nevir. Al Rayo Vallecano ya sólo le separa un rival de jugar la final de Copa el próximo 23 de abril. Es real.
La noche, de ensueño, empezó como una pesadilla. El decreto de Presa de prohibir cualquier elemento con la palabra ‘Bukaneros‘ enturbió la velada más importante del club en su historia reciente, que comenzó sin gente en el fondo y con el resto de aficionados, al rojo vivo, señalando al palco. Fue un maremoto de crispación, totalmente evitable, tras el tsunami de adrenalina que había supuesto la previa. Un drama incomprensible. El partido ya se estaba jugando y la estampa resultaba dantesca: el 80% del fondo seguía vacío y cientos de personas, en la puerta, eran bloqueadas por una decisión que mutó de la controversia al delirio: lo que en un principio era un veto a Bukaneros, se fue de madre y acabó en un baleo de prohibiciones a ciegas, sin sentido ni criterio, ejemplo de ello es que se negó el acceso a bufandas de “Rayo o muerte” y similares. Los miembros del grupo, tras casi media hora fuera, decidieron quitarse las camisetas y acceder semidesnudos. Hasta ese momento no hubo animación. Y a partir de él, intermitencia con protestas. Nada volvió a ser normal.
Pero sí especial. Vallecas, bajo un sol radiante, prendió antorchas en la víspera para enfilar las trincheras de lo que podía ser histórico. E Iraola, consciente de que la cita no permitía medias tintas, apostó por el equipo de chaqué y pólvora que en la RAE es sinónimo de ‘soñar’, con Dimitrievski bajo palos y Sergi Guardiola, Tigre en funciones con el Tigre en Colombia, arriba. Sus muchachos salieron a comerse al Mallorca, presa de altura con la lección más que aprendida: el sorteo les había metido en la jaula de uno de los mejores locales de Europa y la única forma de salir con vida era afilar las garras y morder. Comer o ser comido.
Esa era la teoría, pero de las pizarras a los verdes hay un abismo. Y los jugadores saltaron al campo desconcertados ante la estampa de ver el fondo vacío y al público en llamas: Catena torció el gesto mientras Alvarito, Óscar Valentín y Sergi Guardiola dialogaban en el medio. El Mallorca tampoco anduvo fino de concentración, era imposible. El partido convivía con un diluvio de insultos y protestas. Los aficionados, hablando en plata, pasaban de él. Era el más importante de su historia reciente y, a la vez, en ese momento lo de menos. Ver el fondo vacío supuso una puñalada aún más dolorosa que la que habría supuesto caer eliminados. Y en ese río revuelto marcó el Mallorca… En fuera de juego, no valió una sutil vaselina de Ángel que superó a Dimi.
Con el regreso del fondo a la media hora volvió la animación y con ella, el Rayo, que recuperó su esencia. Ese punch tan característico que ha insuflado Iraola: un equipo que no piensa en los contragolpes; los ejecuta de memoria. El de Usúrbil ha creado una máquina casi perfecta y verla funcionar es un gustazo. Ejemplo de esta tesis fue el gol, de penalti tras una galopada de Álvaro García, pícaro para recortar a Maffeo y ser derribado de manera clamorosa. No hubo ni un ápice de dudas. Asumió la responsabilidad el Chocota, que engañó a Sergio Rico disparando a su derecha. Enloqueció el estadio, rugiendo como no lo había hecho nunca y acariciando la gesta de jugar unas semifinales.
Tras el descanso perdonó el segundo Sergi Guardiola, cabeceando en plancha un disparo muy centrado que repelió Sergio Rico. Y poco después, Isi, errático al buscar el palo largo con un zurdazo desde la frontal. Ambos se quedaron a centímetros. Iraola, consciente de que el segundo gol era más una necesidad que un capricho, metió pólvora fresca haciendo debutar a Sylla, que sólo había entrenado una vez con el grupo desde su llegada. Suficiente. El senegalés se lo dejó todo y no le tembló el pulso para ensayar disparos. Buenas maneras. Futbolista veloz, valiente y que ya sonríe al escuchar La Vida Pirata, como si llevase meses esperando ese momento. En el fondo, los lleva.
El Mallorca no bajó los brazos y aunque fue inferior, a punto estuvo de encontrar la senda hacia el tesoro tras un harakiri de Dimitrievski, que salió mal de puños y paró miles de corazones: Muriqi remató de cabeza y a portería vacía… La tiró arriba. El Rayo, a años luz de ser un equipo que se cuelga del larguero, siguió buscando la sentencia y tuvo en las botas de Nteka un disparo a la madera. Más violines a la música de Psicosis que ambientó los agónicos 7 minutos de descuento regalados por Soto Grado. A algunos se les hicieron eternos, pero en ellos murió una noche inolvidable que dejó al Rayo más cerca del Guadalquivir y, por ende, de La Cartuja. De jugar una final de la Copa del Rey por primera vez en su historia. Este viernes, sorteo. En el bombo ya está el Valencia.
“Vamos a luchar, ganaremos la Copa, jugaremos Europa, déjame soñar”, cantó Vallecas. Que seguirá fantaseando en mayúsculas. Haciendo historia, pese a todo.