El deporte, a veces, es la perfecta herramienta para invocar el sueño. Se trata de una teoría que llegué a desarrollar en las tardes de agosto cuando mi abuelo, reposado sobre el sofá, ponía en la televisión La Vuelta a España exclusivamente para dormir, porque lo entendía tan poco que acababa aburrido y se dormía. Le funcionaba. Pues el Rayo-Fuenlabrada convierte esa teoría en ley.
De donde no hay es complicado sacar. Y hacer una crónica de este partido es uno de los desafíos más complicados a los que puede enfrentarse un periodista. Porque no pasó nada. El Rayo, que de una vez debía demostrar garra para asaltar el playoff (el Elche estaba a tiro), literalmente no disparó a puerta hasta pasada la hora de partido, mostrando la antípoda de lo que se había visto sobre el Ramón de Carranza.
El planteamiento de Jémez no ayudó, haciendo sólo una rotación con respecto al 11 de hacer tres días (Saúl por Luna). Los jugadores se mostraron notablemente fatigados, incapaces de instalar velocidad en el juego. Todo era lento y previsible. Error del técnico.
Por la contra, digno partido del Fuenlabrada. El planteamiento de Sandoval, -demérito franjirrojo aparte- fue efectivo: presión alta para incomodar al Rayo y asfixiarlo. Mucha posesión, mucha intensidad, pero ni un solo acercamiento que levantase, aunque sea, un tímido “uy” en los balcones del barrio. Nada. En la primera parte no pasó nada.
La segunda ilusionaba modestamente, es lo que tiene que la primera dejase el listón tan bajo, pero la tónica inicial fue la misma. Posesiones eternas, ninguna verticalidad, interrupciones y nulas ocasiones. Era soporífero, hasta que Clavería se equivocó. El exrayista derribó a Trejo en un salto y cometió un penalti absurdo. Un regalo tal y como estaban las cosas. A los once metros fue Mario Suárez, que engañó a Freixanet para marcar e inaugurar el electrónico.
A partir de ahí el partido se abrió, sin ser una locura, pero propició espacios y lo más importante, riesgos. El gol hizo mucho daño en lo psicológico a los de Sandoval, que sentían que su rival estaba inmovilizado y, sin embargo, lo habían despertado ellos mismos en una acción absurda.
Los últimos minutos recordaban viejos fantasmas en una Vallecas desangelada. Esos tramos finales de cada partido que tantos puntos han costado esta temporada. Pero estos no se podían escapar y no lo hicieron, aunque tal vez porque el Fuenlabrada dejó de creer en sí mismo.
El Rayo durmió el choque, lo llevó a la monotonía de las interrupciones, las protestas y los balones parados, dejando el cronómetro correr sin que hubiese apenas peligro. Lo que en la jerga futbolística se conoce como “veteranía”, pues se puede decir que los franjirojos la tuvieron. Y así se llegó al pitido final.
El partido entrará en la hemeroteca futbolística pero nunca será rememorado. No tuvo una gran parada, una gran asistencia, un momento icónico o un gran gol. Fueron 90 minutos de protocolaria siesta que sólo se rompieron por un error de Clavería. Mi abuelo diría que teniendo esto ya no le hace falta ver La Vuelta a España.
No pasó nada, pero el Rayo ganó. No sabe ni cómo, pero ganó. Y acaricia el playoff. El fútbol es bonito, pero también muy raro.