Era una habitación angosta, amueblada exclusivamente con un armarito sueco de esos en los que sobra un tornillo tras haberlo montado, una cama y su único ornamento era una tele desproporcionada para aquel cuarto. Hacía un calor infernal en él, situado a escasos cincuenta metros de la antigua Calle del Carmen, donde comenzó el sueño que aquella noche podía convertirse en pesadilla y Juan Moreno no encontraba aire en su abanico.
Ataviado solo con unos calzoncillos de abuelo blancos con una raya roja sentía que una fiebre interior y exterior lo atravesaba. Hacía meses que había tenido que abandonar su casa para que los suyos pudieran llegar a fin de mes. Aquella familia migrante de la que procedía la madre de sus hijos a quien ellos acogieron casi de recién casados les devolvía el “favor” como hacían las familias de antes, como las familias del barrio, unidas siempre en la adversidad.
Juan maldecía su suerte y el destino del Rayo, que con una delantera formada por un Michu en esplendor, un Diego Costa prometedor y un Tamudo en estertor era incapaz de anotar un gol a un Granada temeroso de que la carambola terminara con la bola negra para él.
Juan pensaba en los vecinos con los que compartieron el Metropolitano, de los que necesitaba el desmontaje de un submarino amarillo alicatado hasta el techo. “Si marcan gol aprendo electrolatino” clamaba al cielo mientras la salsa retumbaba tras la puerta.
Aquello fue el inicio de la primera pandemia, la del reggaetón, la cumbia y el vallenato patrocinada por Radamel Falcao García, deidad colchonera, goleador en el Madrigal (los campos de fútbol ya no se llaman como antes) y ahora que el alcalde es del Atleti con calle necesaria en los aledaños de la City.
De la tele sin embargo solo salía calor a pesar de esa brizna de aire fresco. Lo mejor estaba por llegar. Un saque de esquina, una subida al remate del arquero Cobeño, un rechace que parece será el gol del Granada, un balón recuperado, un centro siniestro del 10, un casi gol de Michu y un pase a la red de Tamudo que ni se planteó mirar al línea, cogió el canasto de las chufas, se quitó la camiseta y la agitó con la fuerza de un estadio que se cayó, se venció de júbilo hacia el verde impidiendo la reacción del árbitro, Undiano, al que aquello le dio temple de Internacional Board.
Ríanse de Romeo y Julieta (acabó mal), de Jack y Rose o de cualquier noche de bodas. Aquello fue amor del bueno, del que te hace abrazarte a cualquier desconocido en la grada sin siquiera regalarle flores y del que hizo que Juan bajara al “chino” de la esquina, se comprara una litrona de Alhambra 1925 (el 24 ya estaba cogido y se jurará para siempre que la felicidad no la hace el dinero).